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Margarita Rosado: "Se está perdiendo mucha humanidad"

Margarita RosadoMargarita Rosado (Cuevas del Becerro, Málaga, 1947), nació sin visión en el ojo izquierdo y a los 18 años perdió también la visión del derecho. En plena Transición, año 76, inició su actividad laboral como vendedora de la ONCE en Málaga. A los 40, se quedó viuda con un hijo de siete años y, después de casi tres décadas como vendedora, ha superado con éxito una nueva barrera en su vida, adaptarse a sus implantes cocleares para mitigar su sordera total. Ha sido una activista del sindicalismo, siempre rebelde, siempre combativa, una mujer tan apasionada de la política como decepcionada de los políticos. Puro coraje. 

A usted le tocó pelear desde muy pequeña.

Nací en el año 47 en un pueblo que tiene ahora mismo 1.580 habitantes, con un problema de visión, tenía un glaucoma congénito. Para mis padres fue un problema muy gordo. Estuve en el colegio del pueblo, iba de oyente, me acuerdo que la profesora me ponía a hacer siempre una ‘m’ muy grande escrita en la pizarra, y no me hacía más nada, solo de oyente. Mi madre decía que no se retiraba de mi lado. La ONCE existía, pero yo no estuve en los colegios de la ONCE. Así fue pasando mi infancia.

¿Y cómo fue esa infancia en Cuevas del Becerro?

Guardo recuerdos desagradables porque en los pueblos los más crueles son los niños. Veía un poquito, pero los niños me decían “¡Ciega!”, las historias que pasan en los pueblos formato MP3 audio(1,34 MB).

¿No fue fácil?

No fue fácil y no fui a ningún colegio, y todo por sobreprotección. Mi madre me sobreprotegía mucho. Hoy tendría 100 años, era otra cultura y otra forma de pensar, con mucho, mucho cariño, pero también con muchas carencias. Eran años muy difíciles en todos los sentidos para todo el mundo. Pasé mi infancia, mi juventud, veía a mis hermanas, todas con sus ilusiones, sus trabajos, sus historias, y yo me esperaba a levantarme a las 2 para que el día se me hiciera más corto. Y pensaba que algo tenía que haber para que saliera de ahí.

¿Y qué pasó?

Que un cura que venía de las misiones al pueblo me ayudó y me dijo que por qué no había ido a la ONCE. Yo sabía que existía, pero mis padres no lo habían visto bien. Y quedé con este señor, un día que mis padres no sabían ná, y me fui a Málaga y me afilié a la ONCE. Eso fue en el año 74.

Perder por completo la visión a los 18 años, en la España del 65, debió resultar especialmente duro.

Como vas perdiendo la vista muy progresivamente, tanto trauma no fue, porque me iba habituando en todo momento a la vista que iba teniendo. Así que vine a la ONCE y me afilié. Y me callé. No dije nada. Mi gente pensaba que había venido a unos cursillos de Cristiandad. Y a los cuatro meses de estar afiliada me llamó la trabajadora social de ONCE para que fuera al Centro de Rehabilitación de Sabadell, que tenía que ir a Málaga a recoger papeles para ir a Barcelona. Entonces fue cuando se lo dije a mis padres.

¿Cuánto tiempo estuvieron sus padres sin saberlo?

Cinco meses –se sonríe-.

 

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